Cuento portugués "El Homúnculo" de Paulo Soriano
Como se anunció, hay una colaboración entre la web portuguesa "Contos de terror" y este grupo, publicando relatos de ellos aquí y nuestros allí.
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Publicamos el cuento titulado “El Homúnculo” de Paulo Soriano
EL HOMÚNCULO
Paulo Soriano
Traducción: Ângelo Brea
En una madrugada fría, en la que llovía copiosamente, me despertaron unos golpes desesperados en la puerta de la cabaña donde me cobijaba siempre que las callejuelas malolientes de Villach se volvían insoportables.
Irritado, encendí la lámpara de aceite y, al mirar por el postigo, me sorprendió ver, como en un vislumbre, la pálida silueta de Hieronymus von Hohenheim.
Cuando abrí la puerta para ceder el paso a mi viejo amigo, el viento, que soplaba desde el bosque, apagó la lámpara. Von Hohenheim pasó a mi lado sin decir ni una palabra y, al hacerlo, una leve ola de estremecimiento me barrió, envolviéndome con la vibración de una campana. Aunque no pudiese oírlos, los latidos del corazón de alguna manera llegaban hasta mí y, sin ningún género de duda, yo sabía que todo su cuerpo se estremecía.
Después de encender el fuego del hogar y lanzar una mirada a mi amigo, concluí que no me había engañado en mis sensaciones. Él permanecía de pie, impasible. Observaba el fuego del hogar como si estuviera paralizado por una fuerza irresistiblemente dominadora. Le serví un vaso del aguardiente de su gusto, pero él no lo probó. Insistí:
— Bebe. Estás empapado. El fuego del aguardiente te sentará bien.
Von Hohenheim temblaba. Cualquiera pensaría que era de frío. Pero yo, que lo conocía como la palma de mi mano, sabía perfectamente que el miedo lo hacía vibrar.
Me serví un poco de aguardiente y lo invité a sentarse. Él, resignado, me obedeció.
— Lo que voy a contarte te va a aparecer una locura.
— ¿Qué te ha ocurrido?
Mi amigo rechinó los dientes, en una reacción nerviosa. Examinándolo con más atención, vi que tenía todo el cuerpo cubierto de barro. Deduje que, conducido por una desesperación cuyo origen ignoraba, había venido corriendo. Se habría caído varias veces en el barro, porque sus pantalones se habían manchado con lodos de diferentes tonalidades. Sin embargo, su respiración era pausada. Supuse que Von Hohenheim se habría quedado inerte en el umbral de mi casa durante algún tiempo, antes de decidirse a pedirme ayuda.
— Sabes que Phillipus, mi hermano, me inició en las artes de la Alquimia — me dijo, saliendo lentamente del letargo. — Hace algunos años, recibí de un mensajero una carta suya, en la que me confiaba un secreto alquímico que él, por su gran reputación, jamás osaría compartir con nadie, excepto conmigo. Y mucho menos ponerlo en práctica. Era una fórmula para la creación de un homúnculo.
Era evidente que Hieronymus von Hohenheim estaba totalmente loco. Y, a medida que desfilaba su historia llena de desvaríos, más me convencía de que Von Hohenheim no sólo estaba loco, sino que estaba completamente alucinado.
— Hace ya tres años que creé el homúnculo. La producción de un homúnculo es un proceso largo y delicado, en el cual un simple error, una mera distracción, puede conducir al fracaso de la empresa. La criatura tanto podría no germinar, como evolucionar hacia una aberración. El primer paso en la producción de un homúnculo es la inserción de esperma humano en un alambique herméticamente cerrado, que se entierra en estiércol de caballo. Durante cuarenta semanas, el ser gestado debe ser mantenido a una temperatura igual a la del útero de una yegua. En ese tiempo, el homúnculo se desarrolla gradualmente, alimentado por sangre humana. Al final de los diez meses, se introduce agua destilada en el alambique, que se debe calentar levemente. El vapor lo hace despertar y respirar como un recién nacido, del cual es una miniatura. Mi hermano me dijo en su carta que el homúnculo puede ser criado y educado como cualquier niño, hasta desarrollarse y ser capaz de cuidar de sí mismo. Él nos exige la misma dedicación que dedicamos a nuestros hijos. Es la pura verdad.
» Yo me aficioné a la criatura, aunque supiese que ella, por no haber sido generada en el vientre de una mujer, no poseía alma. Creció rápidamente y, al término de otro año, ya era adulta. Le confieso que la quería como a un hijo. ¡Le puse Johannes como homenaje a ti!”
» Fue por esa altura que me casé con Olga. Johannes, a pesar de ser dócil y obediente como un perrito, era muy impulsivo. Con grandes dificultades logré mantenerlo lejos de la vista de Olga, aunque él sabía que era su deber mantenerse a una distancia considerable de mi mujer. Lo encerré, finalmente, en mi laboratorio, donde nadie, ni siquiera Olga, podía entrar sin mi autorización expresa. Cuando se vio recluida y abandonada, una tristeza sin fin se apoderó de mi creación. Como cualquier recién casado, yo dedicaba todo mi tiempo a Olga, y casi dejé de aventurarme en más experimentos alquímicos. Aunque olvidado, casi abandonado, Johannes me trataba como a un padre amoroso, con cariño y sin cualquier clase de resentimiento. Pero, por entre la ternura de su mirada, se escondía una expresión que yo supe interpretar perfectamente: la amargura que flota en la insondable densidad de los celos.
» Aunque desprovisto de alma humana, Johannes tenía las emociones y la inteligencia de un ser humano. Con el corazón herido, podría poner su intelecto al servicio de emociones tan primitivas como traicioneras.
» Todos saben que los celos y la venganza caminan juntos. Pero yo no podía creer o admitir, que Johannes pudiese hacerle algún mal a Olga. Incluso, analizando fríamente la cuestión, yo sabía que, manteniendo al homúnculo en mi casa, exponía a mi mujer a ciertos riesgos.
» Incluso antes de casarme con Olga, yo le había advertido de que no entrase nunca en mi cámara secreta. Ella se mantuvo obediente, para mi satisfacción. Pero después de encarcelar al homúnculo en el laboratorio, corrí a su lado y renové la advertencia. Reconozco que reaccioné muy mal, pues desperté en ella, con un vigor renovado, la adormecida curiosidad femenina.
» Cierta noche, al regresar a casa, después de mis visitas médicas en el campo, me topé con una escena aterradora: Olga gritaba, con los brazos extendidos contra la pared, mientras que Johannes, acorralado como un perro indefenso, temblaba a cada grito que surgía de los pulmones enloquecidos de mi esposa.
» Reconozco que la simple presencia de un homúnculo es capaz de asustar al más valiente de los hombres… Pero Johannes… Johannes… Sí, amigo, mi experimento no había sido propiamente un éxito. Me equivoqué en alguna cosa. Johannes era deforme. Era una aberración.
» Olga me ordenó: - ¡Líbrate de esa abominación! ¡Inmediatamente!
Resuelto, prometí a Olga que así lo haría. Cogí a Johannes en brazos y salí. Con su vocecita, que más parecía un maullido, él me imploraba que no lo matase. En todo el trayecto hasta el riachuelo, él me gritaba: - Por favor, no me mates. No mates a tu pequeñín. No mates a quien más te ama.
» Mientras sumergía a aquella criaturita indefensa en el río, hundía, también, mi alma en el remordimiento. Al final, aunque monstruosa y desprovista de alma, yo la amaba profundamente.
» Regresé a casa con el espíritu destrozado. Y tomé la resolución de no volver a pensar más en el asunto.
» Pero hoy me ocurrió algo horrendo. Me levanté muy temprano y, no teniendo visitas que realizar, resolví airear los pensamientos en el margen del riachuelo. De súbito, me pareció que algo se agitaba y escabullía en los setos naturales que rodean el río. Era él, el homúnculo. Lógicamente, me estremecí. Había visto al homúnculo únicamente durante un instante. Pero no podía haber ninguna duda de que era él. Sus pequeños ojos rubros ardían de odio. Resplandecían con el deseo de venganza.
» Corrí hacia casa, pero ya era tarde. Olga aún estaba durmiendo cuando él la atacó. Destrozó su garganta. Ahora siento… sé que… que él está buscándome.
Me apiadé de mi amigo enloquecido, a punto de reprimir las lágrimas. Luego le dije:
— Hieronymus, no hay nada que hacer. Caliéntate un poco en la lumbre y vete a dormir.
Fue en ese momento que vi al homúnculo deslizarse por la puerta, que yo descuidadamente había dejado abierta. Era ágil como los simios que los saltimbanquis exhiben en los días de feria. Corrió hacia mí. En sus pequeños ojos escarlatas había tanto odio que me sentí repugnado. La criaturita andrajosa estaba casi desnuda y, ciertamente, no tendría más que unas quince pulgadas. Su piel parecía la de un reptil escamoso y su careta hedionda rivalizaba con la de las gárgolas más horrendas de la catedral de St. Pierre. Johannes se volvió hacia Hieronymus, que lo observaba con el rostro retorcido por el horror. Agachado, el homúnculo ensayó una grotesca reverencia, como si pidiese disculpas por lo que iba a hacer. Por un momento, la cosa parecía mostrarse tímida y respetuosa. Era algo que mortificaba ver. Vi la tristeza fulgurar en sus ojos de fuego. Después, se lanzó sin piedad a la garganta del hombre, y allí enterró sus dientes castaños y curvos, que más bien parecían garras de aves de rapiña.
En pocos instantes, Hieronymus había muerto. El miedo y el pavor me habían impedido esbozar la más tímida reacción.
El homúnculo me encaró, consternado. En aquel preciso momento, yo asistí, más ultrajado que despavorido, a un sacrilegio. Aquella cara deformada tenía cierto parecido con la del hombre que lo había criado. Podía ver en ella la inconfundible expresión de aflicción que hace un momento había contemplado en el rostro de Hieronymus von Hohenheim. Comprendí que el monstruo había sido generado y amamantado con la sangre y el esperma de Hieronymus. Sí, aquella cosa era su hijo.
El homúnculo se enderezó, como quien toma una grave resolución. Y se lanzó al fuego, donde chisporroteó hasta el amanecer.
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